En mi ciudad hay un parque con dos hileras de árboles de gran porte —ficus de más de 200 años de edad— y casi todos los días paseo entre ellos, caminando varias veces de un extremo al otro. Ese deambular sintiendo la belleza del lugar, y por qué no decirlo, hablando con los árboles o sentándome un rato en un banco a ver pasar a la gente, me llena de paz y sosiego.
Hace unos años, en mi caminar de la mañana, ya cerca del mediodía, me crucé con dos mujeres que marchaban juntas. Una de ellas tendría entre 30 y 50 años (me es difícil precisar más su edad), en tanto que la otra era bastante más joven. La mujer mayor, delgada y de muy corta estatura, lucía una melena abundante de color negro intenso. No era una persona enana si no que tenía la columna aplastada, como si sus vértebras estuviesen incrustadas unas dentro de las otras. Sin apenas cuello ni pecho, daba la impresión de que su cabeza nacía directamente del abdomen. Era una de las personas más singulares que había visto en mi vida.
Yo la miraba de soslayo, con la mayor discreción para no incomodarla al saberse observada. Llegó un momento en el que apenas me separaban unos pocos metros de ella y su acompañante, y nuestras miradas se cruzaron. Ese contacto visual duró apenas una fracción de segundo, pero la huella que dejó en mí aún perdura. Continué paseando en dirección al extremo sur del parque aunque acelerando un poco los pasos con la secreta ilusión de poder verla otra vez al darme la vuelta, Leer mas