Hace años, las películas con historias de piratas componian un género que gustaba a mucha gente, pequeños y mayores, hombres y mujeres, pues los ingredientes que contenían eran universales: aventura, riesgo, tesoros, valor, intrepidez… Entre tantas aventuras, siempre había espacio para desarrollar una bonita historia de amor.
Muchas de estas películas tenían un elevado presupuesto, pues además de los costes del propio rodaje, los papeles protagonistas solían ser interpretados por actores y actrices muy conocidos, lo que añadía un atractivo más a la película y casi garantizaba su éxito de público y taquilla. Algunos tópicos se repetían película tras película. En varias de las que yo vi de joven, el capitán del barco pirata tenía una pata de palo y semejaba ser una persona muy violenta y feroz. Aunque a veces esa fiera máscara ocultaba una sensibilidad que se hacia patente cuando recordaba su niñez, o hablaba con su loro o de su hija, si ese era el caso.
En otras películas al capitán, o a un marinero, le faltaba una mano y en su lugar tenía colocado un garfio de hierro, lo que aún le hacía parecer más amenazador. Recuerdo cuántas veces el barco pirata, ya con el tesoro a bordo o navegando en busca del galeón que lo trasportaba, se encontraba de pronto en medio de una gran tempestad. En estos casos parecía como un simple cascaron de nuez azotado por las olas, algo insignificante frente al gran poder del mar embravecido. Entonces la única alternativa era encomendarse a la buena suerte y esperar a que pasase la tormenta, pues nada se podía hacer ante la desigual batalla entre el frágil barco y el encrespado mar.
Estos recuerdos de mi niñez son los que han dado origen a esta sencilla idea que ahora comparto con vosotros.
A veces la Vida nos presenta experiencias que desatan en nosotros emociones que nos atrapan totalmente: miedo, ira, inquietud, obnubilación…, y nos sentimos impotentes, sin saber qué respuesta dar. En estos casos estamos totalmente a merced de las olas, de las emociones que desencadena la situación. ¿Nunca te has sentido tan confundido por una experiencia que se ha bloqueado tu mente y no has sabido cómo reaccionar? ¿Has vivido algún hecho que te llevó a decir “tierra trágame”? ¿Has sentido algún dolor o sufrimiento que se adueñó de tu lucidez y te llevó a dudar si tendrías fuerzas suficientes para resistir?…
¿Estamos tan a merced de las emociones como lo está el barco ante el mar enfurecido? Cuando vemos las escenas de la tempestad, con olas enormes que zarandean a su antojo el barco pirata, nos parece que todo el mar está profundamente agitado, pero no es así, pues en gran medida el mar es calma ya que la tormenta solo afecta a una zona pequeña del inmenso mar. Además, esas olas gigantes de tal vez siete o incluso diez metros de altura, apenas representan nada en comparación con la profundidad total del mar que puede ser de varios kilómetros. ¿Seria entonces exagerado afirmar que el mar es calma, más allá de la pequeña alteración que origina la tempestad en su superficie?… Algo similar nos sucede cuando sentimos dolor o sufrimiento y nos identificamos con ellos. En esas situaciones recordemos al mar: cualquier emoción que nos perturbe es semejante al oleaje de la superficie del mar, y bajo ella hay una gran calma. ¿Podemos hacer algo para no quedar prisioneros de aquello que nos altera y permitir que se exprese la paz que es nuestra esencia?
Cada uno de nosotros somos mucho más que el cuerpo físico que experimenta el dolor, que el cuerpo emocional que vive el sufrimiento, e igualmente somos bastante más que el cuerpo mental que en un momento concreto puede estar ofuscado.
Se trata de crear un espacio entre nosotros y lo que sentimos en determinadas ocasiones. Comencemos practicando con cosas sencillas y llegará el instante en el que nos percibamos como algo diferente y separado de la emoción, del dolor y del sufrimiento que sentimos. Este será un momento mágico, pues podremos, por ejemplo, estar teniendo dolor en una parte de nuestro cuerpo y al mismo tiempo sentirnos en calma y felices. ¿Te parece extraño? Compruébalo por ti mismo y verás cómo el adjetivo mágico no es exagerado.
Esta práctica podría tener también otra consecuencia importante: comenzar a sentir que somos más que un cuerpo, ya que desarrollamos la capacidad de observar lo que el cuerpo siente sin identificarnos con él. Practicando asiduamente esta toma de conciencia de que somos un cuerpo físico y algo más, ¿podríamos entrar en un camino que nos lleve a sentirnos seres trascendentes?
Estas ideas quizás ya las has escuchado en alguna otra ocasión, o las has leído en un libro, y tal vez todavía no las crees. Pregúntale a tu corazón, a tu Ser Interno, pues él sabe y te podrá responder algo así:
“A veces crees ser la tempestad, el viento huracanado, el trueno y el rayo… No luches contra ellos. Solo míralos, obsérvalos y permite que se expresen, y verás cómo el viento amaina, las olas se calman, el cielo vuelve a estar otra vez puro y azul, y sentirás lo que en verdad eres: un inmenso mar de paz, armonía, belleza y amor”.
Mil gracias por este bello análisis comparativo… Estoy de acuerdo con tu técnica.
Bendiciones; In lakech