Vestía larga túnica blanca que anudaba con un cinto de lino. Semejaba una de las estatuas de mármol situadas en el ágora del templo de Hades, camino de la escuela. Anduvo hasta el centro del escenario y se plantó, inmóvil, solemne. Sin preámbulo, su discurso tuvo vida:
—La ética es la expresión de las cualidades del alma en la vida diaria. Un mortal sólo puede manifestar el fundamento que anida en su interior. No esperéis nunca que un hombre traicione lo que es. ¿Acaso puede un pájaro renunciar a volar, o una madre negarle el pecho a su hijo?
Sócrates calló. Habían pasado 17 años desde su último discurso. En aquel tiempo yo era un niño y no pude escucharle, pero hoy los dioses me habían bendecido. De manera inapreciable recorrió las gradas con la mirada. Su porte erguido, agigantado por la luz del atardecer, y su voz, ancha, densa, abarcaban todo el graderío.
—Ved un hecho cotidiano —continuó, al tiempo que el tono de su voz se tornaba más grave—. Tomad el caso de un pastor que acude al mercado a vender dos corderos del mismo peso y condición. Uno es de su propiedad, y el otro de un amigo que se lo ha confiado. Con los dracmas que consigue vuelve a la aldea y se dirige a casa del amigo. ¿Cómo pensáis que repartirá el dinero…? Yo os digo que la decisión no la toma él, pues es potestad de su alma. Si en ella aún quedan residuos del veneno de la codicia, retendrá para sí una cantidad de monedas mayor de la que le corresponde.
Se tomó un momento para aunar fuerzas. Sentí que nos daba una tregua, que todo su discurso se jugaba a la sazón el ser o no ser, cual atleta que se prepara para su último salto: gloria o destierro. Elevó sus brazos al cielo, pidiendo su refrendo, y prosiguió:
—¿Buscáis una sociedad más justa? Si esa es vuestra aspiración, os diré qué hacer: dejad de promulgar leyes, de hacer templos, de instruir soldados… Dedicaos, como antes nunca hizo sociedad alguna, a formar a vuestros hijos. Consagrad todos los esfuerzos a que desarrollen sentimientos de igualdad con los demás; de respeto por los animales, por los bosques y los ríos. Más aún: que lleguen a sentir que ellos son los árboles del bosque, el agua de los ríos y manantiales, los rayos del sol que les nutren y dan vida.
Por unos instantes enmudeció. Cruzó las manos sobre el abdomen, la cabeza un poco inclinada hacia delante, los ojos cerrados… Recordé lo que mi padre me había dicho al salir de casa: “En comenzando a hablar él, olvídate de ti. Entonces sentirás que su mensaje y él son una misma cosa”. ¡Con qué afán deseaba ser tan sabio como mi padre!
—Alguno de vosotros —dijo, levantando la cabeza— puede pensar que obrando de este modo se perderán dos generaciones. Si es así, el error y la ignorancia aún campan en su alma. Toda sociedad se ennoblece cuando se compromete con una tarea elevada, y esta que os propongo es digna de los dioses. Con menos mérito, alguno de ellos tiene un lugar en el Olimpo. Creedme: todos cosecharemos los frutos.
Las alondras, que según los sabios ya llenaban la tierra y el cielo antes de que aparecieran los hombres, y hasta los propios dioses, callaban. Cada día a esta hora batían felices sus alas por el cañaveral cercano llenando el aire con su trino melodioso, pero al igual que yo, habían sucumbido a la magia del momento.
Sócrates alargó su brazo derecho, y dibujando con él un solemne semicírculo que abarcaba todo el hemiciclo, zanjó su discurso:
—¿Ambicionáis ser éticos?… Que cada acto, palabra y pensamiento, sean los del que, acaso en ese instante, ha de abandonar la vida.
Lentamente, sin dar la espalda al graderío, desapareció por el fondo de la escena…
Mil gracias por esta bella lección.!!!!
Gracias Juanjo. Buen consejo.