Todo lo que existe ha sido creado por Dios: lo palpable y aquello que es etéreo; lo manifiesto y también lo que se escapa a nuestros sentidos. Así lo revelan las religiones, los profetas y avatares, los místicos y los seres que ya han logrado la realización. Añaden que todo lo creado tiene la misma naturaleza que el Creador: esencia divina. ¿También la tenemos los seres humanos? Nos dicen que sí, que en nuestro interior residen los mismos atributos de Dios: inteligencia, felicidad, sabiduría y amor, todos ellos en grado supremo.
(Recuerda que tú no estás leyendo ni yo escribiendo, sino que es la misma esencia divina en ti y en mí la que escribe y lee).
Entonces, si todo tiene esencia divina, ¿por qué yo no la percibo en mí? ¿Cómo es que a menudo me siento de mal humor, herido por lo que otros me dicen o preocupado ante las dificultades que la vida me presenta? ¡Es imposible que yo posea la misma naturaleza de Dios, un ser con infinito poder y sabiduría! Por más que lo pienso no encuentro la manera de conciliar lo que dicen los santos y maestros y la realidad que vivo cada día.
¿Y si le pregunto al propio Dios…?
“Dios, escucho decir a los sabios que todo lo que existe posee tu misma naturaleza divina, aunque yo no lo aprecie así. Realmente no sé muy bien quien soy, pero tengo claro que vivo limitado y con temor. Perdona que te lo diga con toda crudeza, pero cuando miro a mi alrededor no veo tus huellas, pues a menudo encuentro confrontación, sufrimiento, desesperanza…, todo lo contrario del inmenso amor que te atribuyen. Si puedes decirme algo que lleve la paz a mi corazón, gracias. Te escucho”
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