LA TORTUGA, LA HORMIGA, EL ÁGUILA, EL MONJE… Y JUAN

La tortuga avanzaba despacio,

su corazón no conocía la prisa.

La hormiga cargaba un enorme peso,

feliz lo llevaba al hormiguero.

El águila, que volaba en busca de comida,

serena y confiada oteaba desde la altura.

Juan andaba cabizbajo por el solitario camino. Hacía ya muchos años que una guerra se había llevado a su único hijo, y dos inviernos que la vida le había arrebatado a su mujer. Desde entonces el deseo de vivir le había abandonado: “¿Para qué luchar? ¿No sería mejor morir? ¿Acaso mi vida ha valido para algo?” Estas preguntas, y otras similares, eran sus fieles compañeras cada día.

En su andar y en su cavilar se cruzó con un monje, un hombre veinte o treinta años más joven que él. Juan y el monje se miraron a los ojos: unos ojos serenos y trasparentes, que reflejaban paz y Amor, miraban a otros ojos apagados y tristes. Ambos permanecieron un largo tiempo en silencio hasta que el monje, con voz cargada de respeto y Amor, comenzó a hablar:

“Juan, desde lejos te he visto andar por el camino, y mi corazón se ha llenado de alegría. He recordado cuantas veces de pequeño acompañé a mi madre a llevarte algunas aves y huevos para que tú, a cambio, nos dieses trigo. ¡Qué bueno estaba el pan que mi madre elaboraba con tu trigo! ¡Qué ricos los dulces que preparaba! Mi corazón se llena de gratitud al recordar aquellos tiempos ya lejanos”.

“Todavía siento más Amor cuando recuerdo aquel día en que le pregunté a mi madre, ¿cómo es que vamos a ver a Juan si no tenemos ni aves ni huevos para llevarle? Mi madre me miró con dulzura y me respondió: ‘Le diré a Juan que tuvimos que vender todas las aves y todos los huevos para que tu hermana pudiera casarse. Seguro que Juan lo entiende y nos da trigo’. Yo temblaba pensando que el viaje sería en vano y que volveríamos cansados y tristes, con las manos vacías, sin nada para comer “.

“Y, amado Juan, recuerdo tu respuesta como si fuese hoy: ‘Yo he tenido un buen año, dijiste. Os daré trigo’. Y, mirando a mi madre a los ojos como siempre hacías, añadiste: ’Hoy os daré dos medidas más que las otras veces, una como regalo de boda para tu hija, y la otra para que vayáis al mercado a venderla y podáis comprar aves, y así pronto estará lleno vuestro corral».

“Como era mucho peso para llevarlo mi madre y yo, tú nos acompañaste. Recuerdo que ninguno de los tres hablamos durante todo el camino de vuelta a nuestra casa, pero el trigo que cargaba en mi espalda fue germinando en mi corazón llenándome de Amor y gratitud. El resto ya lo sabes amigo Juan, murió mi madre y yo me marché al monasterio a realizar lo que mi corazón me pedía: dedicar mi vida a Dios y a los demás”.

“Ahora que vuelvo a verte después de tantos años puedo agradecerte aquel hermoso gesto que alimentó nuestros cuerpos y nuestros corazones. Cada día pido a Dios que te cuide, y que me ayude para que pueda llegar a tener un corazón tan puro y bondadoso como el tuyo. Gracias Juan. Te amo como al padre que no llegué a conocer”.

El monje y Juan se separaron, siguiendo cada uno su camino. Ya nunca la Vida volvería a reunirlos. Los pasos de Juan se tornaron más ligeros y en su rostro comenzó a dibujarse una sonrisa. Empezaron a caer unas gotas de lluvia, y al tiempo que el cielo se oscurecía, la mente de Juan se tornaba cada vez más clara: “¡Sí, mi vida tiene sentido! ¡Vivo para compartir, para servir, para amar!”.

La tortuga avanzaba despacio,

y sintió que la lluvia era su aliada.

La hormiga cargaba un enorme peso,

y con las primeras gotas lo sintió más liviano.    

El águila, que volaba en busca de comida,

agradeció que el agua limpiara sus alas.

Los tristes pensamientos de Juan se marcharon con la lluvia,

y  por primera vez en mucho tiempo, se sintió agradecido a la Vida.

 

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Juan José

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