La escala de valores de la actual sociedad nos empuja a apreciar más a unas personas que a otras. De nuestro interior surge amor, afecto o gratitud hacia los miembros de la familia, a los amigos y conocidos y a quienes nos han ayudado en una época de dificultad. Pensamos que hay motivos para estos sentimientos positivos, y en el caso de la familia, por ejemplo, los atribuimos a los lazos de sangre.
Asimismo, hay personas hacia las que sentimos desinterés, e incluso antipatía o rechazo. En estas ocasiones también creemos saber las razones que nos inducen a sentir de esa manera, bien porque son diferentes de nosotros, o que en una ocasión nos perjudicaron, o sencillamente por su aspecto físico.
Pero aún podemos ir más lejos y emitir juicios faltos de fundamento acerca de gente a la que conocemos muy poco o nada. Permitimos que sean la imprudencia, la ignorancia, o tal vez la impulsividad del instante los factores que nos guíen a la hora de calificar a alguien.
Ya vemos la cantidad de pequeñas trampas que en el actual nivel de desarrollo nos condicionan en las relaciones con los demás.
Cuando un ser humano despierta, su conciencia comienza a expandirse y ve la existencia de un modo totalmente distinto. Siente que en el interior de todos los seres humanos habita la presencia divina, su Ser. Una primera consecuencia de ese maravilloso descubrimiento es que su respeto y amor a otras personas ya nunca dependerá del color de su piel, de cuales sean sus creencias, ni siquiera de cómo se comporten.
Hablamos de un proceso que nos llevará tiempo, y en los primeros momentos tras el despertar aún apreciaremos más a unas personas que a otras, pero en cada nueva generación se irá desarrollando más el sentimiento de igualdad, y ello activará la unidad entre todos los que están creando la nueva sociedad.
Aún no estamos preparados para asumir estas ideas. Ahora, por ejemplo, nos parece absurdo que en el futuro podamos sentir por los hijos de los demás un nivel de amor similar al que sentiremos por nuestros propios hijos.
Todo niño que nace en la tierra ha elegido una familia concreta debido a que precisa de las vivencias que en ese entorno podrá experimentar para proseguir su proceso evolutivo. Por ello, aunque el hijo lo han engendrado los padres, es un alma libre que no les pertenece.