En el artículo anterior recordamos nuestra doble naturaleza, humana y divina, lo que significa que somos una extensión infinita de la esencia del propio creador. La dimensión divina —su condición espiritual— es innata en el ser humano, pero no se puede conocer a través de los sentidos o de la mente, lo que nos lleva a dudar de que seamos portadores de las elevadas cualidades que se suponen en un ser divino.
El contenido de ese primer artículo es útil porque nos prepara para una experiencia que vamos a vivir en un momento cercano, el despertar a una nueva conciencia. En ese instante nos damos cuenta de que somos naturaleza divina y de la sabiduría que albergamos en el alma.
Entonces comenzamos a percibir que el propósito que tiene la vida es diferente al que hasta ahora hemos creído, y ese nuevo sentir trae consigo una transformación sustancial de la escala de valores de una parte de la humanidad. Del interior de cada uno brotan sentimientos genuinos de unidad, de respeto, de colaboración…, que son el abono para llegar a sentir amor, el estado que evidencia la divinidad que somos.
Con el despertar se inicia un nuevo camino que conduce al ser humano a hacerse consciente de que él no es materia, sino que la posee como herramienta para el desarrollo de sus grandiosos atributos.
Lo expuesto hasta ahora, tanto en el artículo anterior como en este, no son más que unas reflexiones teóricas que no proporcionan instrumentos para hacernos conscientes de nuestra divinidad. ¿Nos cruzamos de brazos a la espera del despertar?
Si el contenido de estos artículos nos resuena; si apreciamos que las sencillas ideas que incluyen tienen profundidad, y si percibimos en ellos —aunque sea en pequeño grado— la posibilidad de que contengan la realidad de la propia existencia, hemos de confiar para que esa verdad pueda expresarse. Ahora como una promesa de futuro, y muy pronto como algo real.