ELECCIONES

Es tiempo de elecciones en España, al igual que hace unos días lo ha sido en Argentina (presidenciales), en Venezuela (parlamentarias) y en Francia (regionales). La mayoría de los votantes tenemos la aspiración de que el candidato elegido para gobernar sea honesto; que distribuya la riqueza y los impuestos de una manera ecuánime, y que facilite y proteja que se pueda vivir en libertad.

Si queremos asegurarnos (en la medida de lo posible) que escogemos al político más apropiado para alcanzar esos objetivos mencionados, hemos de pensarlo detenidamente antes de introducir la papeleta en la urna. No obstante, ese examen sobre las cualidades del candidato al que pensamos apoyar no es suficiente y ha de ir acompañada de una reflexión personal: ¿Cuál es la verdadera razón que me impulsa a dar mi voto a un aspirante y no a otro?

Cuando votamos mirando únicamente nuestro provecho particular y nos olvidamos de las necesidades de los demás, hemos de saber que estamos eligiendo representantes que igualmente se ocuparán de sus propios intereses. Por ello, si deseamos que las personas que dirijan tengan presente el bien común en sus decisiones, igualmente nosotros habremos de ser respetuosos con lo que es ventajoso para otros. Estas afirmaciones son la consecuencia de una ley: “Los gobernantes son un reflejo del modo de ser de las personas que les votan”.

Al recordar nuestra historia observamos que los pueblos han sido regidos a menudo por la persona más fuerte o más astuta. Hace apenas dos o tres siglos, muchos países estaban bajo el dominio de dictadores y reyes absolutistas cuyas decisiones eran ley. A finales del siglo XVIII se dieron varios acontecimientos (La Revolución francesa y la independencia de Estados Unidos, entre otros) que facilitaron que desde entonces los pueblos sean gobernados con leyes más justas, aprobadas con participación ciudadana en mayor o menor grado.

Entre todas las leyes destaca “La Constitución”, la ley madre, que se asemeja al grueso tronco de un gran árbol que se ramifica en otras muchas leyes menores. En estos últimos doscientos años nos hemos ocupado en perfeccionar ese conjunto de normas para que nuestra convivencia y libertad se den en el mejor marco posible. Este sistema ha sido eficaz, pero ahora estamos en un momento diferente.

Ya somos muchas las personas que sentimos el clamor de nuestra alma que nos dice que los recursos son comunes, tal como sucede en una familia; que hemos de crear espacios para que se expresen aquellos que se sienten diferentes; que nuestro apoyo ha de ir al débil, al que menos tiene, al que menos puede alcanzar, y que todo lo que de algún modo suponga separación o privilegio pertenece a una época pasada que ya no tiene cabida en este nuevo tiempo.

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Cuando una mayoría comience a vivir así, no necesitaremos personas que nos gobiernen, pues cada uno de nosotros nos ocuparemos de aquéllas áreas para las que nos sentimos más útiles y preparados. También en esa época dorada de la especie humana viviremos bajo el amparo de una “Constitución”, aunque a diferencia de la actual esa nueva Ley Magna solo contendrá una palabra: “Unidad”.

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Juan José

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