LA COMPASIÓN

Sentir compasión es una cosa, y sentir pena o lástima algo muy distinto. Cuando sentimos compasión hacia un ser que sufre lo estamos reconociendo en nuestro corazón como a un igual. Es desde esa igualdad que le deseamos lo mejor, sintiendo que todos juntos formamos parte de un organismo mayor, la Humanidad. Puede que directamente tengamos ocasión de ayudarle, o puede que no, pero en todos los casos nuestro corazón se abre y acoge con ternura, calidez y amor al que padece. Esa es la auténtica compasión.

En cambio, cuando sentimos pena o lástima por alguien, nos estamos colocando en un plano de superioridad. No vibramos en sintonía con él y por tanto no le llega nuestro Amor, aunque podamos ayudarle entregándole un donativo o de algún otro modo. Para que fluya el Amor hacia alguien es necesario que lo sintamos igual a nosotros, pues la superioridad crea una barrera ante la cual se detiene el Amor, que siempre es respetuoso con nuestro sentir.

Al preguntar a nuestro corazón por la compasión podremos escuchar algo similar a esto:

“Si tu intención y deseo es ser compasivo con una persona que sufre, recuerda que él y tú estáis unidos aunque aún no puedas percibirlo, y que tus pensamientos y sentimientos le llegan. Tu lástima le resta energía y le hace aún más difícil afrontar su dificultad. Por el contrario, tu compasión le aporta energía de vibración amor, que le es muy útil en esos duros momentos que vive”.

Cuando nuestro sentimiento de compasión sea auténtico, no solo nos será imposible sentir pena o lástima hacia la persona que vive una situación difícil, sino que al mirarla nos sentiremos llenos de gratitud y admiración hacia ella. ¿Gratitud y admiración hacia una persona que experimenta dificultades? Sí, gratitud porque entonces ya comenzamos a comprender que lo que esa persona experimenta no es solo para su aprendizaje individual, para equilibrar su karma o para cualquier otro objetivo suyo particular. Esa persona experimenta y aprende para todo el colectivo humano. Y admiración porque sentiremos que nos encontramos ante un alma valiente capaz de asumir retos que tal vez otros no estemos preparados para afrontar.

La compasión es un matiz de la energía amor y lleva implícita en ella gratitud, admiración, ternura, reconocimiento, etc., justamente todo lo opuesto a la pena y a la lástima.

¿Podemos hacer algo para despertar en nosotros la compasión? Sí, y el primer paso es dejar de juzgar y de clasificar a las personas. En nuestra vida diaria a menudo otorgamos un mayor valor a unas personas que a otras. Lo hacemos en base a esquemas de pensamiento o a costumbres sociales sobre las que nunca nos hemos detenido a reflexionar si resuenan en nuestro corazón. Así creamos rangos o jerarquías de personas de mayor y de menor valor. Colocamos en primer lugar a los ricos, a los que tienen poder, a los que ejercen una profesión de prestigio, a los que han alcanzado fama, etc. Ponemos al final de esa escala a los que son pobres, a los que desempeñan determinados trabajos, etc. También creamos listas de valor según la raza a la que pertenece la persona, su país de origen, su aspecto físico… Nos manejamos con innumerables registros de valoración, ninguno de las cuales, ni siquiera uno solo, tiene fundamento o razón de ser.

Recordemos: todas las personas tenemos idéntico e infinito valor. Cada persona es única, de manera que si una sola faltase, la Creación estaría incompleta; más aún, no podría existir. ¿Te parece exagerado esto que digo?… Pregúntale a tu corazón, él sabe. Él te dirá si esta afirmación es cierta o no.

Veamos a todas las personas como especiales, llenas de hermosas cualidades, no importa que todavía no las hayamos desarrollado. Aprendamos a no juzgar, a no valorar, a no separar. Este cambio en nuestro modo de pensar y sentir será fruto de un proceso, no de un logro instantáneo, seamos entonces pacientes con los demás y con nosotros mismos. Comencemos a mirar a los otros de un modo nuevo, sin prejuicios, maravillándonos de su singularidad, de todo aquello que dicen, hacen o sienten y que es tan distinto de lo nuestro. ¡Cómo se enriquece nuestra vida justamente porque son diferentes a nosotros!

Si lo creemos de utilidad podemos aprovechar momentos de interiorización y preguntarnos en nuestro corazón quién tiene más valor como persona:

     ¿El alcalde del Ayuntamiento de una gran ciudad, o un barrendero de ese mismo Ayuntamiento?…

     ¿Un cirujano especialista de gran prestigio, o un celador de su hospital?…

     ¿Un deportista joven y famoso, o un anciano muy mermado de facultades recogido en un asilo de beneficencia?…

     ¿Un Ser que ya ha activado el Amor en su corazón y que solo hace el bien, o la persona que sale a la calle cada día con el único propósito de conseguir sus objetivos, aunque para ello haga sufrir a otros?…,

La respuesta de nuestro Ser ya la conocemos de antemano, y es siempre la misma para todas las preguntas: “Todas las personas tienen el mismo valor”, “el mismo valor”, “el mismo  valor”… En las primeras ocasiones tendremos que esforzarnos y estar muy atentos para oír esta respuesta, ya que es casi inaudible y nos parecerá que llega de muy lejos. Pero si perseveramos, llegará un día en que la voz se hará tan fuerte y poderosa como la de un tenor, y con el tiempo aún sucede algo más mágico, y es que la voz desaparece y ya no la oímos, pues ya no precisamos escucharla. Cada órgano, cada célula, cada átomo de nuestro cuerpo lo siente y lo sabe: todo Ser, cada Ser, tiene el mismo, idéntico e infinito valor.

 

 

 

 

 

 

 

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Juan José

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