Sin apenas darse cuenta se había hecho mayor. El último verano había cumplido 48 años. ¡Cuántos años!, se decía. Mirando atrás en el tiempo se recordaba de niño, sin ninguna preocupación, solo jugar. Luego la pubertad, la pandilla, las chicas, la universidad, su novia, el trabajo, casarse, sus dos hijos, y de pronto ya tenía 48 años sin conciencia de haberlos vivido.
En algunas ocasiones —muy pocas en verdad—, se había preguntado dónde estaría Dios con la cantidad de cosas que estaban pasando. «¿Por qué no da la cara y pone orden? ¿Cómo permite que exista tanta gente egoísta, con malas intenciones?…». Pero esas preguntas apenas eran como los destellos de un relámpago: surgían con fuerza en su mente y pronto desaparecían.
Desde hacía casi siete años todo en su vida era distinto. Había tenido que afrontar una experiencia muy difícil que le llevó a estar un tiempo al borde de la desesperación. En los primeros meses que siguieron a su trauma necesitaba imperiosamente saber dónde estaba Dios. Unas veces para echarle en cara el terrible infierno que estaba viviendo. Otras, las más, para suplicarle que le ayudase en ese duro trance. Él, como contrapartida, le prometía muchas cosas empezando por un cambio total en su vida.
El paso del tiempo, que casi todo lo cura, fue trayendo la salud a su cuerpo y la paz a su mente, pero esa pregunta, ¿dónde está Dios?, se había quedado con él. Tenía necesidad de una respuesta, aunque ahora el motivo era distinto. No sabría explicarlo muy bien, pero se sentía incompleto si no lo averiguaba.
Comenzó a leer sobre Dios, la otra vida, lo que decían las religiones, los libros sagrados, la ciencia, los pensadores, los místicos…
Unos pregonaban que Dios estaba en los templos, en los lugares sagrados, aunque eso no le convencía en absoluto. Cuando era pequeño acompañaba los domingos y días festivos a su madre a los oficios religiosos, y allí nunca vio ni oyó a Dios. No, en aquel lugar parece que no estaba, o al menos él no había podido sentirlo.
Otros anunciaban que la palabra de Dios se hallaba en los libros sagrados, pero él tampoco la había podido encontrar en ellos. No era un experto en el tema, pero algunas cosas que había leído en esas escrituras no las entendía y otras más no le gustaban. Tampoco en ellos había podido hallar la respuesta que anhelaba.
Algunos le remitían a la Naturaleza, a esos rincones de especial belleza, a contemplar la puesta del sol, el canto melodioso de los pájaros… Sí, todo eso le hacía sentirse bien, muy bien y con mucha paz, pero la pregunta ¿dónde está Dios? seguía en su interior.
En su búsqueda encontró más pareceres, algunos muy desesperanzadores, como los que anunciaban que no era posible conocer a Dios, que eso escapaba a nuestra capacidad; o el de aquellos otros que decían que Dios no existía… Con tantas respuestas, tan distintas y tan poco útiles para él, en varios momentos se planteó dejar de investigar.
¿Qué hacer? ¿Dónde indagar? ¿A quién preguntar?… Sus opciones se acababan, y ya sólo le quedaba un lugar en el que mirar: en él mismo, en su interior. ¿Estaría ahí Dios? ¿Cómo adentrarse en sí mismo y encontrarlo? No parecía una tarea fácil, más bien casi imposible.
Y un día, uno de esos días como otros muchos en su vida, Dios se le manifestó, y no una sino dos veces. La primera fue a través de una sencilla escena, una de tantas como se ven a menudo en nuestros pueblos y ciudades.
Por la acera, unos metros delante de él, caminaba una familia. El padre y el hijo iban cogidos de la mano, y algo más retrasada les seguía la madre mirándoles sonriente. Inmediatamente percibió que era un momento de gran belleza, un momento mágico, único. El niño, de unos ocho o diez años, tenía el síndrome de Down y marchaba dando saltitos. Tras cada brinco besaba el dorso de la mano de su papá. Este, feliz, sonreía. Sí, sólo eso, sonreía feliz, y fue esa sonrisa la que tocó su corazón. Disminuyó un poco el ritmo de sus pasos y así pudo seguir a la familia durante un trecho, mientras un sentimiento nuevo brotaba en su interior, una mezcla de alegría, belleza, paz, plenitud… Percibía que todo era perfecto y estaba bien, que todo reflejaba un inmenso Amor.
A los pocos minutos, aún embargado por esas emociones, Dios se le manifestó por segunda vez.
Un hombre y una mujer, seguramente un matrimonio, venían por la acera en sentido contrario al suyo, por lo que sólo pudo oírlos durante unos segundos, mientras se cruzaba con ellos. El hombre avanzaba arrastrando los pies, con cierta torpeza, como si hubiese sufrido algún episodio cerebral o algo así. La mujer lo sujetaba por el brazo, trasmitiéndole seguridad. Parecía que estaban contando, y lo poco que les pudo escuchar fue esto: ella decía 84, y a continuación él, con cierta dificultad, respondía 85; ella 86, y él 87; ella 88, y él 89… Aunque todo eso sucedió en apenas unos segundos, dejó una profunda huella en su corazón. No sabría definir su agitación, aunque sí supo que fue una impresión pura, de unidad, de Amor. Una emoción profunda y sencilla, llena de todo, a la vez que desprovista de todo. No era capaz de ponerle un nombre, aunque intuía que el sentimiento que experimentaba y él eran lo mismo, pues surgía de su mente, de su corazón, de sus brazos, de sus células…
Embargado por esas emociones nuevas e incomprensibles, a la vez que tiernas y sublimes, se dirigió a un parque por el que solía pasear a menudo y se sentó en un banco bajo la copa de un árbol centenario. Su respiración se fue calmando al mismo tiempo que su mente se aquietaba. Fue entonces cuando escuchó la voz de Dios en su corazón:
Sí, no te extrañes, soy Dios, tu amigo. Siempre he estado aquí, en ti. Cuando me buscabas en los escritos sagrados o acudías al templo o a la Naturaleza, yo iba contigo, pero tú sólo mirabas fuera y por eso no me hallabas. ¿Quieres verme?… Olvídate de desear, de pedir, de necesitar y aprende a dar. ¿Qué tienes que dar? Date tú, pues en cada ocasión en la que proporcionas alegría, paz, consuelo, respeto o Amor, Yo me doy contigo.
Sal a la Naturaleza o ve al templo, pero no mires tú y deja que sea Yo el que mire, y entonces no sólo me verás, sino que también me sentirás. Más aún, apreciarás que tú y Yo somos lo mismo. Y ni siquiera hace falta que vayas al templo o a la Naturaleza: cuando te encuentres con una persona feliz o angustiada, rica o pobre, sana o enferma… no la mires tú, deja que sea Yo desde tu corazón el que la mire. Entonces me contemplarás en esa persona, en ese rostro, y también me reconocerás en todo lo demás, en los árboles, en las piedras, en el mar…
Y así llegará un tiempo en el que solo me verás a Mí, y en Mí estará todo y también tú. Entonces comprenderás la belleza, la perfección y el amor que todo lo llena, pues tú serás Belleza, Perfección y Amor. En ese sagrado momento toda la infinita Creación sonreirá. Te amo.
Gracias, muchas gracias por estas bellas reflecciones!
Feliz Año!!!
sencillamente precioso. Muy parecido al Alquimista que tanto me gustó
Es una hermosa reflexión que nos llega también al corazón
Isabel, gracias por tu comentario a esta entrada. Sí, tal como dices se trata de una reflexión, pero también de experiencias que todos, de un modo u otro, hemos vivido y viviremos en el futuro. En ocasiones no somos conscientes de ellas por estar absortos en nuestras pequeñas cosas y descuidar la grandiosidad, la belleza y el amor que se manifiestan a nuestro alrededor. Un cordial saludo. JUANJO.